PLATAFORMAS Y SERVICIOS DE ENTREGA DESDE LA CONCEPCIÓN DEL ENFOQUE DE DESARROLLO HUMANO DE AMARTYA SEN
Son las diez y treinta de la noche del domingo 27 de abril. Me despierto después de haber estado tendido toda la tarde, con fiebre, abatido por un resfriado que llegó sin aviso. El cuerpo me devuelve señales de tregua: la temperatura ha cedido y aparece el hambre, esa forma tan elemental de decirnos que la vida insiste. Como suele decirse, cuando el apetito regresa, la dolencia no es tan grave.
Intento salir a buscar algo para comer, pero el pequeño local cercano ya está cerrado. No hay muchas opciones. Recurro entonces a lo habitual en estos tiempos: abro el aplicativo del celular, hago el pedido, y espero. Treinta y cinco minutos después —una espera larga, si uno tiene hambre y poca paciencia— suena mi celular para confirmarme que había llegado. Bajo a recibir el pedido. En ese instante, algo rompe la rutina: la repartidora, una mujer joven, camina con dificultad. Cojea. Me acerco y le pregunto si está bien. Su acento me revela que es venezolana.
Con los ojos empañados, me cuenta lo ocurrido: hace unos minutos intentaron robarle el celular mientras conducía su moto. Logró evitar el asalto, pero no la caída. La pista estaba mojada —como suele estarlo en Huancayo— y la moto patinó. El golpe la dejó con el tobillo torcido y aún estaba adolorida. Apenas podía mantenerse en pie.
Le ofrecí ayuda. Se negó, casi con vergüenza. Tenía más entregas pendientes y si no las cumplía, perdía el dinero invertido. Me dijo que la moto no era suya, que se la había prestado un amigo, también venezolano. Y que ahora, además de continuar trabajando con el cuerpo adolorido, debía asumir los costos de la reparación.
Insistí. Le ofrecí algo más por el servicio, apenas una pequeña ayuda, que sin embargo agradeció profundamente. La sostuve mientras volvía a subirse a la moto. La vi partir, tambaleante.
Pensé en lo que significa migrar. Yo también lo hice. Pero lo hice en otro tiempo, con otros recursos. No fui hostigado por algoritmos ni perseguido por la urgencia del día.
Ella, en cambio, no tuvo opción. No eligió un destino: eligió sobrevivir. Y en ese gesto —en esa negativa a detenerse, a pesar del dolor— me habló de una fuerza que no aparece en los informes económicos ni en las estadísticas del PBI.
Este episodio me propuso examinar, en este ejercicio mental, las tensiones entre las plataformas digitales y los repartidores, a partir del enfoque de capacidades de Amartya Sen, para indagar cómo el crecimiento de este sector no ha significado una expansión de libertades, sino una reorganización de las restricciones que pesan sobre quienes lo hacen posible. Analizar estas relaciones no es solo una tarea académica. Es una forma de interrogar el sentido del desarrollo en nuestro tiempo y de preguntarnos, una vez más, a quién sirve la modernidad cuando se construye sin justicia.
1. El impacto de la economía digital en Perú: datos y contrastes
La expansión vertiginosa de las plataformas digitales en el Perú no es solo un signo de modernidad tecnológica. Es, ante todo, un reflejo de los nuevos rostros del trabajo precarizado en un país donde la innovación avanza sin redistribución. Las cifras del Instituto Peruano de Economía (2023) son elocuentes: en 2022 se registraron 531 mil servicios diarios de movilidad urbana —un salto del 78% respecto al año anterior— y 117 mil repartos diarios, casi el triple que en 2020. Pero este ascenso, que en el lenguaje del mercado se celebra como dinamismo económico, no ha alterado la lógica de fondo: el crecimiento ocurre, pero no toca a todos por igual. Como advierte la CEPAL (2021), el auge de estas plataformas ha reconfigurado los mercados, no para democratizarlos, sino para concentrar aún más el poder en manos de quienes controlan los datos y el diseño de los algoritmos.
No es un fenómeno nuevo. Ya en 2015, Katz advertía que el ecosistema digital latinoamericano crecía sin consolidarse, impulsado por fuerzas globales que desarticulaban los tejidos productivos locales. La promesa de inclusión tecnológica era eso: una promesa. En el caso peruano, el salto de las plataformas al PBI no ha venido acompañado de una estrategia nacional que proteja o dignifique a quienes sostienen esa economía invisible, quienes recorren las ciudades con mochilas térmicas a la espalda y un teléfono como brújula de la sobrevivencia.
Las ganancias de productividad y los aportes al PBI esconden, tras su brillo, una realidad que se resiste a cambiar: la precariedad laboral como condición estructural. Fairwork Perú (2024) lo demuestra con crudeza. Las plataformas han multiplicado las oportunidades de ingreso, sí, pero al precio de fragmentar aún más los derechos laborales. Sin seguros, sin contratos, sin garantías mínimas, los repartidores se ven empujados a una forma de empleo que reproduce los peores rasgos del trabajo informal, ahora mediado por aplicaciones. Solo en Lima Metropolitana, 46 mil personas se desempeñaron como repartidores en el último trimestre de 2020, nueve mil más que el año anterior (Observatorio de Plataformas–Perú, 2024). Es un dato revelador: la economía digital, lejos de ser una estrategia de desarrollo humano, se ha vuelto un refugio de emergencia frente al desempleo, una tabla de salvación que no garantiza futuro.
2. Desigualdades estructurales en la economía de plataformas
Uno de los rostros más oscuros del llamado “progreso digital” se encarna en la vida cotidiana de los repartidores. En el Perú, como en buena parte de América Latina, la expansión de las plataformas no ha significado una mejora real en las condiciones laborales. A pesar del aumento en la cantidad de empleos, la precariedad es la constante. La mayoría de estos trabajadores —jóvenes, migrantes, informales— carecen de acceso a seguridad social, atención en salud, licencias pagadas o una remuneración justa. Lo confirma el informe de Fairwork Perú (2024): ninguna plataforma garantiza un salario digno, ni asume responsabilidades por accidentes o enfermedades. Todo recae sobre los hombros del trabajador: el costo del seguro, la reparación de la bicicleta, el celular que funciona como centro de operaciones y el riesgo que corre al atravesar la ciudad en condiciones muchas veces hostiles.
Estamos, como bien advierte Ventrici (2022), frente a una lógica empresarial que fragmenta el trabajo hasta hacerlo irreconocible. Ya no hay patrón visible, ni oficina, ni contrato. Solo existe el algoritmo. El repartidor es apenas un nodo reemplazable de una red que lo vigila, lo califica y lo descarta. Se configura así una nueva forma de desprotección, un desamparo digital que actualiza la explotación con apariencia de libertad.
La CEPAL (2021) ha descrito con claridad este nuevo orden: empresas que multiplican sus beneficios gracias al control de datos y a economías de escala, mientras los trabajadores compiten entre sí por obtener pedidos, se someten a la lógica de la calificación algorítmica y navegan en una incertidumbre constante. El 66% de los repartidores son migrantes, en su mayoría venezolanos (Observatorio de Plataformas, 2024), que aceptan estas condiciones porque el presente inmediato no les ofrece otra opción. Su flexibilidad no es libertad, es urgencia. No hay ingreso garantizado, no hay proyección de futuro. Lo inmediato es lo único seguro: un pedido, una propina, una ruta peligrosa. Y mientras tanto, se posterga lo valioso: la salud, el descanso, la planificación de una vida más digna.
La desigualdad de género también atraviesa este paisaje. Las mujeres repartidoras son menos, trabajan menos horas, y ganan menos, no por falta de voluntad, sino porque la ciudad es más peligrosa para ellas cuando cae la noche. No existen medidas específicas que las protejan. Las plataformas se presentan como neutrales, pero sus algoritmos reproducen —sin nombrarlas— las violencias de siempre. Lo que era marginal se vuelve estructural. Lo que era informal se normaliza. Y así, la economía de plataformas no corrige las desigualdades: las tecnifica.
3. El enfoque de capacidades de Amartya Sen: una crítica a la precariedad
Desde la mirada de Amartya Sen, el desarrollo no es una suma de ingresos, sino una ampliación concreta de las libertades humanas. Es decir, no se trata solo de sobrevivir, sino de vivir con dignidad. De ser y hacer aquello que valoramos. Bajo esta luz, las plataformas digitales, que prometían autonomía y flexibilidad, se han revelado como estructuras que más bien encadenan. Prometieron libertad, pero ofrecieron subordinación. Anunciaron oportunidades, pero multiplicaron la incertidumbre.
El trabajo digital, idealizado como una forma de emprendimiento autónomo, ha terminado por encerrar a miles de trabajadores —repartidores, choferes, mensajeros— en un ciclo de inseguridad estructural. La libertad de elegir cuándo trabajar, uno de los estandartes del modelo, se vuelve un espejismo cuando no existen ingresos mínimos, protección frente a accidentes, ni condiciones dignas para habitar la ciudad. El algoritmo no da tregua. No contempla el cansancio, ni la enfermedad, ni la necesidad de cuidar a un hijo. No hay feriados, ni horarios fijos, ni promesas. Solo la urgencia de ganar lo justo para el día siguiente.
Sen lo advirtió con claridad: no basta con tener opciones teóricas si estas no pueden ejercerse en la realidad. En este sentido, los trabajadores de plataformas no logran alcanzar el umbral mínimo de dignidad. La falta de seguridad social, la prohibición de organizarse colectivamente, las jornadas interminables y peligrosas no son anomalías del sistema: son su núcleo funcional. Lo que emerge es una forma de subdesarrollo humano en el corazón mismo de la economía digital. Se moderniza la tecnología, pero se conserva —e incluso profundiza— la exclusión.
La CEPAL (2021) no deja lugar a dudas: el crecimiento del sector no ha venido acompañado de una expansión de capacidades. Al contrario, ha cristalizado una clase trabajadora precarizada, sin voz, sin derechos, subordinada a una lógica de datos y calificaciones que refuerza su invisibilidad. En vez de ampliar la agencia de los sujetos, el sistema la absorbe y la transforma en estadística. El trabajador ya no es alguien con nombre y biografía: es un perfil, una tasa de cumplimiento, un punto móvil sobre el mapa.
Este no es un debate técnico ni un problema de eficiencia. Es una cuestión de justicia.
4. El imperativo de la regulación: una política pública necesaria
Frente al avance incontenible de las plataformas digitales, la necesidad de una regulación justa ya no es solo una opción política: es una urgencia ética. No se trata únicamente de garantizar ingresos, sino de asegurar que esos ingresos sean el punto de partida para una vida digna. La economía digital, sin marcos regulatorios claros, ha impuesto nuevas formas de explotación que burlan las leyes del trabajo, socavan los vínculos de solidaridad y convierten la flexibilidad en una trampa. Como han advertido Da Silva y Núñez (2021), si no se democratiza el acceso a los datos, si no se transparentan los algoritmos ni se equilibra la carga fiscal entre plataformas y empresas tradicionales, estaremos normalizando un orden laboral sin derechos, sin rostro y sin justicia.
Una regulación sensata debe restituir lo que las plataformas han despojado: salarios justos, jornadas dignas, acceso a salud, protección frente al riesgo, y el derecho elemental a organizarse colectivamente. No basta con repartir trabajo: hay que distribuir dignidad. Y esa tarea no puede ser delegada al mercado. Corresponde al Estado asumir su papel, no como espectador de los flujos tecnológicos, sino como garante de que la innovación no reproduzca el viejo mandato de que el capital siempre gane y el trabajador siempre pierda.
En el Perú, esta urgencia es doble. Por un lado, los repartidores —mayoría migrante y precarizada— habitan una ciudad sin ley para ellos. Por otro, el Estado aún no ha tejido una estrategia digital nacional que parta del reconocimiento de derechos y territorios diversos, como señalan Katz (2015) y la CEPAL (2021). La economía de plataformas ha avanzado sin consultar, sin redistribuir, sin reparar. Ha convertido los datos personales en mercancía y la incertidumbre en rutina. Su expansión ha sido veloz, pero su legitimidad social es frágil.
La tan celebrada “flexibilidad” se convierte así en una herida abierta. Cuando no hay protección, la libertad es solo una forma elegante de nombrar el abandono. Si no hay regulación, lo que crece no es el progreso, sino la desigualdad. Y en ese crecimiento desigual, unos pocos concentran poder mientras millones sobreviven pedaleando entre el algoritmo y la calle.
El Estado, entonces, no puede limitarse a arbitrar. Su tarea es más profunda: debe asegurarse de que el porvenir tecnológico no se construya a costa de los derechos presentes. Que la innovación esté al servicio de la vida. Que el desarrollo, si quiere ser humano, comience por escuchar a los más vulnerables.
5. Conclusiones
• La expansión de las plataformas digitales no ha traído consigo una transformación emancipadora del trabajo en el Perú. Aunque las cifras oficiales hablen de crecimiento, lo que ha ocurrido en realidad es una reorganización de la precariedad. Sobre las espaldas de miles de repartidores —jóvenes, migrantes, desprotegidos— se ha levantado una economía que multiplica ganancias mientras restringe derechos. La modernidad tecnológica no ha superado la historia de la exclusión: la ha sofisticado.
• El nuevo orden laboral, regido por algoritmos invisibles y por la ilusión de la autonomía, ha desmontado los lazos de solidaridad y ha sustituido al empleador por una aplicación. Pero bajo ese cambio formal, persiste una verdad profunda: el trabajo sigue siendo mal pagado, inseguro y sin garantías. La flexibilidad es la nueva máscara de la subordinación. Y la figura del repartidor es el emblema de este tiempo: libre para moverse, pero sin dirección; conectado, pero sin voz.
• Desde el enfoque de capacidades de Amartya Sen, estos trabajadores no han visto ampliadas sus libertades reales, sino recortadas. No pueden ser ni hacer lo que valoran. No eligen, sobreviven. No construyen proyectos de vida, sortean la urgencia del día. El trabajo digital no ha ampliado su agencia: la ha reducido a una función programada, a un trayecto optimizado, a un punto sobre el mapa.
• La precariedad se vuelve aún más cruda en los márgenes: en los cuerpos migrantes, en las mujeres que reparten en horarios peligrosos, en quienes deben decidir entre comer o pagar una reparación. Lo que el modelo llama “inclusión” es, en muchos casos, una nueva forma de abandono. El algoritmo no distingue género, origen ni vulnerabilidad. Solo mide eficiencia. Y en ese cálculo impersonal se normaliza la desigualdad como condición estructural.
• La ausencia de una regulación eficaz no es solo un vacío jurídico: es una elección política. Permitir que las plataformas operen sin asumir responsabilidades es legitimar un modelo que despoja a los trabajadores de sus derechos más básicos. Es aceptar que la innovación avance a costa de los mismos de siempre. Es hacer del progreso una forma más sofisticada de injusticia.
• El Estado, lejos de ser espectador, debe asumir su papel histórico: proteger a los más vulnerables y construir un porvenir donde la tecnología esté al servicio de la vida, no del capital. Regular las plataformas es hoy un acto de justicia social, de restitución de dignidad, de reparación para quienes han sido convertidos en números sin rostro.
• No se trata solo de salarios, contratos o seguros. Se trata de devolverle al trabajo su humanidad. De garantizar que quienes pedalean bajo el sol o la lluvia, guiados por una aplicación que no perdona retrasos, puedan también descansar, cuidar, planear, vivir. Que no sean piezas intercambiables en una economía sin memoria.
• Si el desarrollo ha de ser humano —como nos lo enseñó Sen, pero también nuestra historia— debe empezar por escuchar a los de abajo. A los invisibles. A los que se mueven entre la calle y el código, entre la necesidad y la esperanza. Y desde ahí, construir otra economía: una que no olvide que toda verdadera libertad comienza por el reconocimiento del otro.BIBLIOGRAFÍA
CEPAL. (2021). La era de las plataformas digitales y el desarrollo de los mercados de datos en un contexto de libre competencia. Naciones Unidas.
CEPAL. (2022). La transformación digital y el futuro del trabajo en América Latina. CEPAL.
Da Silva, F. & Núñez, G. (2021). La era de las plataformas digitales y el desarrollo de los mercados de datos en un contexto de libre competencia. CEPAL.
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Fairwork Perú – Observatorio de Plataformas. (2024). Primer Informe Fairwork Perú 2023. Fundación Friedrich Ebert–Perú.
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Katz, R. (2015). El ecosistema y la economía digital en América Latina. Fundación Telefónica.
PCM - Secretaría de Gobierno y Transformación Digital. (2024). Indicadores de Economía Digital en el Perú. Recuperado de https://capece.org.pe/observatorio-ecommerce
Sen, A. (1999). Development as Freedom. Oxford University Press.
Ventrici, P. (2022). Capitalismo de plataformas. CONICET.