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El absurdo de las necesidades infinitas: crítica a la definición de la economía desde las ciencias sociales

Una revisión teórica desde Sahlins, Polanyi y Sen sobre el deseo, la escasez y la dignidad humana

Publicado: 2025-05-15


RESUMEN: El presente ensayo, titulado El absurdo de las necesidades infinitas: crítica a la definición de la economía desde las ciencias sociales, es una idea que he venido trabajando desde hace un tiempo, que espero poder desarrollar en algún momento y cuestiona uno de los pilares fundacionales del pensamiento económico moderno: la premisa de que los seres humanos poseen necesidades infinitas enfrentadas a recursos finitos. A partir de una revisión crítica del canon económico —desde Lionel Robbins hasta la figura del homo economicus— y en diálogo con los aportes de la antropología económica y el enfoque de capacidades de Amartya Sen, se argumenta que dicha premisa no constituye una verdad universal, sino una construcción cultural ligada al proyecto capitalista y liberal moderno. Autores como Marshall Sahlins, Karl Polanyi y Martha Nussbaum permiten demostrar que otras sociedades han organizado su economía sobre principios de suficiencia, reciprocidad y equilibrio, desmintiendo la idea de una demanda humana ilimitada. El ensayo concluye que la naturalización de la escasez y del deseo sin límites no solo distorsiona la comprensión del desarrollo, sino que sostiene estructuras de exclusión, desigualdad y devastación ecológica. Frente a ello, se reivindica un horizonte económico basado en la finitud, la dignidad y la justicia, donde la economía vuelva a estar al servicio de la vida.

Palabras clave: necesidades infinitas, escasez, homo economicus, antropología económica, capacidades, desarrollo humano.

I. INTRODUCCIÓN

Desde sus orígenes como disciplina, la economía ha afirmado tener como objeto de estudio el modo en que los seres humanos toman decisiones frente a la escasez de recursos. Esta idea, convertida en axioma, parte de una premisa tan poderosa como cuestionable: los seres humanos tienen necesidades infinitas, mientras que los recursos disponibles son limitados. Así lo planteó con claridad Lionel Robbins (1932) en su célebre definición: “la economía es la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos”. Bajo esta formulación, la escasez y la insaciabilidad del deseo humano se convirtieron en los cimientos de todo el edificio teórico posterior.

Sin embargo, esta concepción, aunque dominante en los marcos analíticos de la economía neoclásica, no responde a una verdad antropológica universal, sino a una construcción cultural profundamente enraizada en la modernidad capitalista. Diversas disciplinas, en especial la antropología económica, han evidenciado que la noción de “necesidades infinitas” no tiene un carácter neutro, sino que expresa una visión particular del sujeto humano —racional, competitivo, acumulador— que no se corresponde con la diversidad histórica y cultural de las formas de vida.

Marshall Sahlins (1972), en su ensayo “La economía de la edad de piedra”, sostuvo que los cazadores-recolectores —contrario al imaginario de pobreza o precariedad— vivían en sociedades que, al limitar sus deseos más que maximizar la producción, podían considerarse como las primeras sociedades opulentas. Lejos de estar dominados por necesidades sin fin, regulaban su consumo y producción con base en la suficiencia. Esta observación empírica se opone radicalmente a la figura del homo economicus, ese individuo abstracto que, según la teoría, maximiza utilidad en un mundo de recursos siempre escasos.

En esa misma línea crítica, Karl Polanyi (1944) demostró que las economías humanas, históricamente, han estado “incrustadas” en las estructuras sociales, culturales y morales, y que solo bajo el capitalismo liberal se pretendió separar la economía de su entorno institucional y simbólico. Así, la pretensión de estudiar la economía como un sistema autónomo, con leyes propias, resulta ser más un proyecto ideológico que una constatación científica.

Este ensayo busca cuestionar el fundamento económico de la afirmación de que las necesidades humanas son infinitas. Sostendremos que se trata de una ficción normativa, funcional al modelo capitalista, que no resiste el contraste con los datos etnográficos ni con los marcos teóricos contemporáneos del desarrollo humano. Nos apoyaremos en el enfoque de las capacidades de Amartya Sen (1999), quien redefine el desarrollo no como crecimiento económico, sino como la expansión de las libertades sustantivas que permiten a las personas “ser y hacer lo que tienen razones para valorar”. Desde esta perspectiva, el objetivo no es satisfacer necesidades infinitas, sino crear condiciones para que las personas ejerzan agencia sobre sus vidas, partiendo del reconocimiento de la finitud material y del valor de la suficiencia.

Así, la crítica no es únicamente teórica. Aceptar la premisa de las necesidades infinitas ha tenido consecuencias políticas, ambientales y sociales de largo alcance: ha justificado la mercantilización de la vida, la depredación de la naturaleza y la instauración de una economía basada en la escasez artificial. Interrogar esta premisa desde la antropología es, en suma, un acto de desobediencia epistemológica, pero también una invitación a reconstruir el pensamiento económico desde la pluralidad de los mundos humanos.

II. ORIGEN Y SENTIDO DE LA PREMISA: UNA CONSTRUCCIÓN MODERNA

La formulación del problema económico como un conflicto entre recursos escasos y necesidades infinitas es el producto de un determinado momento histórico: el ascenso del pensamiento liberal en Europa, la consolidación del mercado como principio organizador de la vida social y la emergencia del individuo moderno como sujeto de cálculo. Lejos de ser una verdad atemporal sobre la condición humana, esta concepción se gestó en el tránsito del feudalismo al capitalismo, cuando las viejas formas de reciprocidad y comunidad fueron reemplazadas por relaciones mercantiles que exigían una nueva lógica de racionalidad económica.

La economía política clásica, desde Adam Smith hasta David Ricardo, heredó esta visión y la perfeccionó. Smith (1776), en La riqueza de las naciones, describía al ser humano como un sujeto naturalmente inclinado al intercambio y a la mejora continua de su condición. Aunque no hablaba explícitamente de necesidades infinitas, sí asentaba las bases para una visión de la economía centrada en el interés individual como motor del progreso social. Con Thomas Malthus, la relación entre población y recursos introdujo la idea de una escasez inevitable y fatalista: los recursos crecen en progresión aritmética, mientras que la población lo hace en progresión geométrica.

Pero fue Lionel Robbins (1932) quien, en su influyente ensayo An Essay on the Nature and Significance of Economic Science, cristalizó la definición que dominaría el pensamiento económico del siglo XX: “la economía es la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos”. Esta formulación desplaza la atención del objeto empírico —la producción o distribución— a un plano abstracto y formal: la economía ya no trata de sistemas sociales concretos, sino de elecciones optimizadoras en contextos de escasez. Es ahí donde se afirma, sin demostración empírica, que los fines (deseos, necesidades) son infinitos por definición.

Este desplazamiento es doblemente problemático. En primer lugar, porque reduce al ser humano a un tomador de decisiones maximizador, ignorando otras dimensiones de la vida social como la cooperación, la reciprocidad o la afectividad. Y en segundo lugar, porque naturaliza una lógica de escasez, cuando muchas sociedades han vivido bajo formas de suficiencia, abundancia ritual o autocontención simbólica.

Como advierte Louis Dumont (1980), la modernidad europea generó una antropología implícita donde el individuo es considerado un ser autónomo, orientado a la maximización de su interés personal. Esta concepción, elevada a norma universal por la economía moderna, oculta la enorme diversidad cultural de los valores y formas de organización económica que han existido en otras sociedades y periodos históricos. En vez de ver la escasez como una construcción social, se la presenta como un dato natural, indiscutible, fundacional.

Desde esta perspectiva, la idea de “necesidades infinitas” no es una observación empírica sobre el comportamiento humano, sino una ficción epistemológica útil al capitalismo, que requiere de consumidores eternamente insatisfechos y de mercados que ofrezcan soluciones a sus deseos sin fin. Es aquí donde la economía, más que una ciencia positiva, se convierte en una ideología del deseo sin límites, compatible con una lógica de acumulación constante y de expansión infinita.

La crítica a esta premisa, por tanto, no es solo teórica. Implica revisar profundamente los fundamentos sobre los que hemos construido no solo una disciplina académica, sino una civilización entera que pone en riesgo su continuidad ecológica, cultural y moral.

III. CRÍTICA DESDE LAS CIENCIAS SOCIALES: LO SUFICIENTE COMO HORIZONTE CIVILIZATORIO

Frente a la premisa dominante de la economía clásica —que postula al ser humano como un sujeto de deseos infinitos—, la antropología ha ofrecido una de las críticas más radicales y empíricamente sólidas. A través del estudio de diversas culturas, modos de vida y organizaciones sociales, ha demostrado que la relación entre deseo, necesidad y escasez no es universal, sino profundamente histórica, contextual y culturalmente determinada.

Uno de los aportes fundacionales en esta línea lo realizó Marshall Sahlins, en su ensayo “La economía de la edad de piedra” (1972). Allí, Sahlins desmonta el prejuicio evolucionista según el cual las sociedades cazadoras-recolectoras eran pobres porque tenían pocos bienes materiales. Por el contrario, sostiene que se trata de las primeras sociedades opulentas, ya que, al limitar socialmente sus necesidades, lograban satisfacerlas con relativa facilidad y disponían de abundante tiempo libre. No se trataba de un mundo de privación, sino de un modelo civilizatorio que redefinía el horizonte de lo suficiente y organizaba la producción bajo principios de equilibrio y reciprocidad.

La crítica de Sahlins es demoledora: la pobreza, tal como la entiende el mundo moderno, es una invención cultural. Las llamadas “necesidades infinitas” no son un rasgo inherente del ser humano, sino una construcción social moderna asociada a la lógica capitalista del consumo. En las sociedades tradicionales, los bienes eran compartidos, las necesidades eran moderadas por la costumbre, y la escasez no constituía una obsesión estructural. “La escasez es una relación entre medios y fines. Pero si los fines están socialmente limitados, no hay razón para pensar que la escasez es inevitable”, sostiene Sahlins.

A esta crítica se suma el trabajo de Karl Polanyi, quien en La gran transformación (1944) mostró que la economía no ha sido, históricamente, una esfera separada de la vida social, sino que ha estado “incrustada” en instituciones de parentesco, religión, moral y reciprocidad. La visión de la economía como un sistema autorregulado de mercado es una anomalía histórica, surgida en la Europa del siglo XIX, que rompió con siglos de prácticas comunitarias en las que el valor no se definía por la escasez sino por el vínculo social. La modernidad mercantil separó al individuo de la comunidad, al deseo del autocontrol, y convirtió a la economía en una disciplina que desconoce sus propias raíces culturales.

Desde la antropología latinoamericana, esta crítica ha sido continuada por autores como Gonzalo Aguilar Gil y Arturo Escobar, quienes han advertido cómo la expansión del mercado global no solo ha transformado los modos de producción, sino también las subjetividades, imponiendo una idea de desarrollo basada en la insatisfacción perpetua y la acumulación. Esta forma de habitar el mundo no es neutra ni inevitable, sino el resultado de una hegemonía cultural que define qué se desea, cómo se mide el progreso, y qué formas de vida deben ser descartadas por “ineficientes”.

Al mismo tiempo, múltiples experiencias indígenas y campesinas en América Latina han defendido prácticas económicas que se rigen por la suficiencia, la reciprocidad y el buen vivir (sumak kawsay). En estas cosmovisiones, la naturaleza no es una reserva de recursos, sino un ser con agencia; el trabajo no es una mercancía, sino una forma de comunión; y el deseo no es una fuerza infinita, sino un vínculo regulado por la armonía con el entorno.

Desde esta perspectiva, la idea de necesidades infinitas aparece no solo como una falacia antropológica, sino como un proyecto civilizatorio incompatible con la sostenibilidad, la equidad y la justicia. Lo que se revela no es una escasez natural, sino un modelo de escasez inducida, que convierte el deseo en motor de acumulación y al ser humano en consumidor perpetuo.

Revisar este paradigma desde la antropología no es un gesto académico más, sino un llamado a reconstruir los fundamentos éticos de la economía. Porque si otras sociedades han sabido vivir con menos, sin por ello ser menos libres ni menos humanas, entonces es posible —y urgente— imaginar otros horizontes de vida que no estén definidos por la voracidad del tener, sino por la dignidad del ser.

IV. EL REDUCCIONISMO DE LA RACIONALIDAD ECONÓMICA: DEL HOMO ECONOMICUS A LA DESHUMANIZACIÓN DEL DESEO

El corazón normativo de la economía moderna no reside en la observación de hechos, sino en la invención de un sujeto: el homo economicus, un individuo racional, maximizador, poseedor de preferencias estables, que actúa en función de su interés personal y toma decisiones en mercados perfectos. Esta figura, elevada a categoría universal, es el vehículo por el cual se instala la idea de necesidades infinitas. No hay límites internos en su apetito, ni frenos éticos en su deseo; su libertad consiste en elegir continuamente entre más y más opciones.

Pero como han señalado numerosos pensadores —desde Amartya Sen hasta Pierre Bourdieu— el homo economicus no es un retrato de lo humano, sino una construcción normativa que oculta la complejidad de las motivaciones, vínculos y aspiraciones reales. Sen (1977) sostuvo que este modelo “ha empobrecido nuestra comprensión del comportamiento humano”, al reducir la agencia a la maximización de utilidad. Y en su obra Development as Freedom (1999), propuso sustituir esta concepción por una que considere la capacidad de las personas para ejercer su libertad de manera sustantiva.

El problema no es solo que este sujeto no existe. Es que, al suponerlo como base de las decisiones económicas, se justifican estructuras sociales que empujan a los individuos a comportarse como si lo fueran, negando la diversidad de valores que organizan la vida social. El deseo, que en muchas culturas es socialmente limitado, se transforma en insaciable porque la lógica del mercado así lo requiere. La economía, que debiera ser una herramienta para ordenar los medios al servicio de fines colectivos, se invierte en una estructura que crea necesidades y luego las satisface comercialmente, en un círculo perpetuo de escasez inducida.

Un ejemplo claro de este reduccionismo es la noción de “preferencias reveladas”, pilar de la teoría del consumidor. Según esta idea, no importa lo que una persona diga que prefiere, sino lo que efectivamente elige en el mercado. Así, si alguien compra un alimento ultraprocesado y no una comida nutritiva, la teoría económica asumirá que el primero le brinda mayor utilidad. Este modelo niega las condiciones de acceso, la asimetría de información, la coerción estructural y la dimensión simbólica de los actos de consumo. En lugar de ver decisiones económicas inmersas en contextos culturales, materiales y afectivos, las presenta como elecciones libres, racionales e individuales.

Nancy Fraser ha llamado a este fenómeno “el vaciamiento del sujeto social”, en tanto que las categorías económicas dominantes invisibilizan a las personas concretas, sus historias, sus relaciones, sus exclusiones. Así, la economía se convierte no en una ciencia social, sino en una lógica tecnocrática que legitima la desigualdad: si el pobre no consume, es porque no desea; si no invierte, es porque no se esfuerza lo suficiente; si no crece, es porque no elige racionalmente.

Este reduccionismo tiene efectos concretos en las políticas públicas. Al asumir que los individuos responden mecánicamente a incentivos, se diseñan programas que ignoran la cultura, la subjetividad y el deseo de vivir en comunidad. Se mide el bienestar en términos de ingreso per cápita, se promueven subsidios al consumo antes que la redistribución estructural, y se margina toda propuesta que cuestione la lógica de acumulación.

En este sentido, la crítica al homo economicus no es solo una disputa teórica. Es una defensa de la condición humana como algo más amplio que la lógica de la elección racional, y del deseo como algo más profundo que la acumulación de bienes. Es, como advirtió Alberto Flores Galindo, una invitación a reconstruir las categorías desde los pueblos y sus memorias, desde los cuerpos que resisten, desde la utopía de una vida vivible sin sometimiento al mercado.

V. ENFOQUES ALTERNATIVOS: DESARROLLO HUMANO Y EL HORIZONTE DE LAS CAPACIDADES

Frente al reduccionismo instrumental del pensamiento económico dominante, algunos autores han intentado reconstruir las bases éticas y humanas de la economía, proponiendo una mirada centrada no en la maximización de recursos, sino en la expansión de libertades reales. Uno de los esfuerzos más consistentes en esta dirección lo ha formulado Amartya Sen, cuyo enfoque de las capacidades constituye una alternativa teórica y política al paradigma de las necesidades infinitas.

Para Sen (1999), el desarrollo no debe medirse por el ingreso per cápita, ni por la acumulación de bienes, sino por la libertad sustantiva que tienen las personas para vivir la vida que valoran. Esto implica desplazarse de una lógica de consumo hacia una lógica de funcionamientos y capacidades, es decir, hacia una evaluación de lo que las personas pueden efectivamente ser y hacer: estar bien nutrido, participar en la comunidad, recibir educación, cuidar de sí mismas y de otros, expresar su identidad, vivir sin miedo.

La noción de “capacidad” reemplaza la idea de “necesidad” como impulso infinito. Ya no se trata de desear siempre más, sino de alcanzar un umbral de condiciones mínimas que garanticen una vida digna. En esta propuesta, el bienestar no depende de cuánto se posee, sino de cuán posible es convertir esos recursos en oportunidades reales, dependiendo del contexto social, cultural y político. Un bien, por tanto, no tiene valor en sí mismo, sino en tanto permite ejercer una libertad humana concreta.

Este enfoque ha sido ampliado por Martha Nussbaum (2011), quien propuso una lista de capacidades centrales —vida, salud, integridad corporal, emociones, afiliación, juego, control sobre el entorno— como criterios universales mínimos para evaluar la justicia social. Lo relevante aquí es que ninguna de estas capacidades es infinita; al contrario, todas ellas tienen un límite natural y un piso mínimo deseable. Esto contradice frontalmente la idea de necesidades sin fin: lo que las personas necesitan no es todo, sino lo suficiente para florecer humanamente.

A diferencia del homo economicus, que actúa como un agente aislado maximizador de utilidad, el sujeto del enfoque de capacidades es una persona situada, relacional, y con una dimensión ética y afectiva. Este sujeto no desea sin límite, sino que busca el reconocimiento, el cuidado, la seguridad, la participación y el sentido. Sus decisiones no se toman en el vacío, sino en un entramado de normas, vínculos, instituciones e historias. Por ello, la política pública no debe consistir en expandir el consumo, sino en crear condiciones para que todos y todas puedan ejercer sus capacidades en igualdad de condiciones.

El enfoque de capacidades permite, además, recuperar las críticas de la antropología y los estudios poscoloniales, al reconocer que las formas de vida humanas son plurales y que el buen vivir no puede ser reducido a un patrón de acumulación. En contextos como el andino o el amazónico, por ejemplo, las nociones de bienestar están íntimamente ligadas al territorio, la comunidad, la reciprocidad, la espiritualidad. Pretender que todos los pueblos deban aspirar al mismo patrón de consumo moderno es una forma de violencia epistémica.

En este sentido, el aporte de Sen no solo es técnico, sino también ético y político: se trata de poner el desarrollo al servicio de la vida, y no al revés. Una economía centrada en las capacidades humanas no necesita asumir que los deseos son infinitos. Puede, por el contrario, reconocer que la libertad florece en la finitud, y que la dignidad no exige tenerlo todo, sino tener lo necesario para decidir con libertad y vivir con sentido.

VI. IMPLICANCIAS POLÍTICAS Y EPISTÉMICAS: EL ORDEN DE LA ESCASEZ Y EL RÉGIMEN DE LOS INFINITOS

Aceptar como natural la idea de necesidades infinitas no es un gesto teórico inocente, sino el fundamento de un orden político, cultural y epistémico que ha estructurado el mundo moderno. Detrás de esa premisa se configura una visión del sujeto, del tiempo, de la naturaleza y del deseo, que legitima el modelo capitalista de acumulación perpetua, convierte a la escasez en una constante ontológica, y naturaliza la desigualdad como condición estructural del desarrollo.

En primer lugar, esta premisa ha servido para justificar un tipo de organización social basada en la competencia, la meritocracia y la mercantilización de la vida. Si todos desean siempre más y los recursos son escasos, entonces es inevitable que algunos queden fuera. La pobreza ya no es un problema estructural, sino el resultado del “fracaso” individual en una carrera sin final. Así, el paradigma de la necesidad infinita blinda moralmente la desigualdad, porque convierte el deseo en derecho, y la limitación estructural en consecuencia de la falta de esfuerzo.

En segundo lugar, este modelo ha sido funcional a una economía extractiva y ecocida. Como ha advertido Eduardo Gudynas (2011), la idea de progreso infinito ha justificado el saqueo continuo de los bienes naturales, destruyendo ecosistemas y formas de vida que se sustentaban en la reciprocidad y el equilibrio. La Tierra, convertida en “recurso”, pasa a ser una reserva de satisfactores para deseos que no conocen límite ni cuidado. En este horizonte, la catástrofe ambiental no es una externalidad: es una consecuencia lógica.

En tercer lugar, la idea de necesidades infinitas ha tenido efectos sobre el tiempo y el cuerpo. El tiempo se acelera, se mide en productividad, se transforma en mercancía. El cuerpo, a su vez, se adapta al rendimiento, al consumo, a la autoexplotación. El deseo se vuelve objeto de ingeniería: se fabrica, se alimenta, se expande. Como señala Byung-Chul Han (2014), vivimos en una “sociedad del rendimiento” donde el mandato no es obedecer, sino superarse continuamente. La necesidad no es biológica: es psicológica, cultural, simbólica. Se nos educa para desear más, no para detenerse.

En el plano epistémico, esta premisa ha impuesto una hegemonía teórica que ha marginado otras formas de entender la economía. Las cosmovisiones indígenas, los feminismos comunitarios, las economías del cuidado, los saberes del sur, han sido tratados como “anomalías” o “subdesarrollos”, cuando en realidad proponen una antropología distinta, una ética del límite, del equilibrio, de la suficiencia. Ignorar estas propuestas es reproducir una forma de colonialismo epistémico, donde solo una forma de vida es válida y deseable.

Frente a este escenario, es urgente recuperar la pregunta por el sujeto del desarrollo. ¿Qué tipo de humanidad estamos presuponiendo cuando afirmamos que deseamos sin fin? ¿Qué formas de vida estamos destruyendo en nombre de esa expansión permanente? ¿Qué mundo estamos dejando cuando todo se organiza en función de una demanda sin término?

Volver a pensar el desarrollo desde la finitud, desde el cuidado, desde las capacidades reales, no es retroceder. Es romper con una ilusión peligrosa que ha producido más exclusión que bienestar, más daño que libertad. Como escribió Alberto Flores Galindo (1987), las utopías sirven no para predecir el futuro, sino para imaginar que lo real podría ser de otra manera. Tal vez ha llegado el momento de abandonar la promesa de lo infinito, y empezar a construir un mundo suficiente para todos, no ilimitado para unos pocos.

VII. CONCLUSIONES

La afirmación de que las necesidades humanas son infinitas constituye, más que un principio empírico, un dogma moderno que ha dado forma a una economía desvinculada del sentido humano. Este supuesto, que ha fundado teorías, políticas y sistemas enteros de producción y consumo, revela su absurdo cuando se lo contrasta con los saberes acumulados por la antropología, la filosofía política y los pueblos que han vivido —y aún viven— fuera de la lógica del mercado total.

A lo largo de este ensayo hemos mostrado cómo la economía, al pretender fundarse en la escasez y la infinitud del deseo, no solo construyó una teoría, sino también un sujeto: el consumidor perpetuo, insatisfecho, despojado de vínculos comunitarios y regulado por algoritmos de eficiencia. Pero ese sujeto no es universal, ni es el único. Las evidencias etnográficas, las cosmovisiones indígenas y los enfoques críticos del desarrollo muestran que otras formas de vida son posibles, y que en muchas de ellas la suficiencia ha sido más importante que la acumulación.

Desde Marshall Sahlins, que desmontó el mito de la escasez en las sociedades cazadoras-recolectoras, hasta Amartya Sen, que propuso un enfoque centrado en la expansión de las capacidades humanas reales, la crítica ha sido clara: el problema no es que los recursos sean escasos, sino que las estructuras sociales, culturales y políticas impiden que las personas vivan con dignidad. Lo que se necesita no es más consumo, sino más libertad efectiva, más justicia en el acceso, más reconocimiento de las múltiples maneras de vivir bien.

El absurdo antropológico de asumir necesidades infinitas ha tenido consecuencias devastadoras: ha legitimado la desigualdad, ha impulsado el colapso ambiental, ha despolitizado el deseo, y ha reducido la economía a un cálculo sin alma. Pensar más allá de esa premisa no es un ejercicio académico, sino una urgencia civilizatoria. Porque si seguimos guiándonos por un modelo que no reconoce límites, nos encaminamos a una forma de desarrollo que arrasa con la vida misma.

Frente a ello, el horizonte de lo suficiente no es una renuncia, sino una reivindicación de la finitud como condición humana, de la economía como arte del cuidado, y del desarrollo como camino hacia la libertad real. Recuperar este horizonte es también recuperar la posibilidad de imaginar un futuro donde el bienestar no dependa del exceso, sino de la dignidad compartida.

Como diría Alberto Flores Galindo, “soñar no es huir de la realidad, sino pensarla desde otros mundos posibles”. Y tal vez el mundo posible que necesitamos ya no esté hecho de más, sino de lo justo, lo necesario, lo humano.

BIBLIOGRAFÍA

Bourdieu, P. (2000). Las estructuras sociales de la economía. Manantial.

Byung-Chul, H. (2014). La sociedad del cansancio. Herder.

Fraser, N. (2000). Justice interruptus: reflexiones críticas desde la posición "postsocialista". Universidad Nacional Autónoma de México / CLACSO.

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Taylor, C. (1992). Multiculturalism and “The Politics of Recognition”. Princeton University Press.


Escrito por

Damiler Díaz Terán

Padre. Antropólogo. Hincha del Deportivo Municipal. Amante de leer todo sobre historia...


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