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La memoria social en contextos de pobreza estructural: límites de las teorías europeas de “memoria cultural” en el caso peruano

Publicado: hace 5 horas

Presentación: Este ensayo surge a raíz de una solicitud presentada por la Corte Superior de Justicia de Junín, que propone convertir el lugar de la memoria Yalpana Wasi en un centro de flagrancia. En respuesta, la Gerencia Regional de Desarrollo Social del GORE Junín elaboró un diagnóstico que no solo abordó el contexto normativo, dado que el lugar de la memoria forma parte de las reparaciones simbólicas que el Estado Peruano debe implementar tras el conflicto armado de las décadas de 1980 y 1990, sino también su posicionamiento en el debate público y la valoración de la población sobre este espacio. A lo largo de los años, Yalpana Wasi ha sido percibido negativamente, siendo considerado un lugar de división, dolor y un símbolo asociado al homenaje al padre de Vladimir Cerrón. Esto llevó a la reflexión central del ensayo: ¿por qué no se ha establecido una forma efectiva de procesar el dolor en torno a este monumento? ¿Por qué la memoria en el Perú es tan frecuentemente cuestionada, tanto por adversarios como por las propias víctimas?

I. INTRODUCCIÓN

En las últimas décadas, los estudios sobre la memoria colectiva han adquirido un lugar central en las ciencias sociales, particularmente en contextos marcados por la violencia política, las dictaduras, los desplazamientos forzados o las violaciones sistemáticas de derechos humanos. América Latina, como región atravesada por múltiples traumas históricos, ha generado una rica producción sobre las formas en que las sociedades recuerdan, procesan o silencian su pasado reciente. Sin embargo, una parte significativa de este debate ha estado influida —cuando no determinada— por enfoques teóricos originados en Europa, especialmente por los trabajos de autores como Maurice Halbwachs, Pierre Nora y Jan Assmann.

Estas teorías, comúnmente agrupadas bajo el concepto de “memoria cultural”, ofrecen herramientas conceptuales valiosas: la idea de la memoria como construcción social, la noción de “lugares de memoria”, o la distinción entre memoria comunicativa y memoria cultural han sido ampliamente utilizadas en múltiples investigaciones. No obstante, estas propuestas se formulan desde contextos específicos: sociedades postindustriales, con instituciones estables, infraestructura cultural consolidada, y con una ciudadanía formalmente integrada al Estado-nación. Este punto de partida condiciona también sus límites.

En países como el Perú, donde amplios sectores de la población han vivido históricamente en condiciones de pobreza estructural, exclusión institucional y desigualdad simbólica, los marcos conceptuales europeos resultan insuficientes para captar la complejidad de la experiencia del recuerdo. En estas realidades, la memoria no siempre se expresa a través de archivos, monumentos o narrativas oficiales. Muy por el contrario, vive en el testimonio oral, en el silencio colectivo, en el ritual, en el cuerpo, o incluso en la resistencia a recordar. No hay un “lugar de memoria” que cristalice el pasado, porque muchas veces el pasado no ha sido ni reconocido, ni llorado, ni reparado.

Este ensayo sostiene que las teorías europeas de la memoria cultural no logran explicar adecuadamente los procesos de memoria social en contextos de pobreza estructural como el peruano. A partir de un análisis crítico, se propone mostrar cómo estas memorias —frecuentemente fragmentadas, no institucionalizadas y atravesadas por la desigualdad— requieren nuevos marcos teóricos y políticos que reconozcan su especificidad. En particular, se plantea la necesidad de pensar la memoria no como una construcción cultural abstracta, sino como una práctica situada, afectiva y política, profundamente condicionada por las relaciones de poder, la exclusión y la precariedad.

Este análisis se centrará en el caso peruano, tomando como eje la memoria del conflicto armado interno (1980–2000) y su difícil elaboración en sectores populares e indígenas. A través de este enfoque, se busca no solo cuestionar los límites de las teorías europeas, sino también contribuir a la construcción de una teoría latinoamericana —e incluso andina— de la memoria social, anclada en las prácticas, silencios y resistencias de quienes históricamente han sido excluidos del derecho a recordar.

II. MARCO TEÓRICO

a. Teorías europeas de la memoria cultural

El pensamiento europeo contemporáneo ha jugado un rol fundamental en la conformación del campo de estudios sobre la memoria colectiva. A partir de la experiencia de las guerras mundiales, el Holocausto y los procesos de reconstrucción nacional, surgieron una serie de enfoques teóricos que intentaron explicar cómo las sociedades recuerdan, transmiten y resignifican el pasado traumático, especialmente cuando los hechos vividos no pueden integrarse de manera armónica al relato oficial del Estado-nación. Entre estos enfoques, destacan los aportes de Maurice Halbwachs, Pierre Nora y Jan Assmann.

Maurice Halbwachs, sociólogo francés y discípulo de Émile Durkheim, fue pionero en formular la idea de que la memoria no es individual sino colectiva, es decir, que los recuerdos personales se organizan y adquieren sentido dentro de marcos sociales de referencia (Halbwachs, 2004). Para él, la memoria es una construcción social que se actualiza constantemente, y no una simple conservación de hechos. Este enfoque es clave para romper con la noción psicológica de la memoria como un fenómeno puramente interno, pero presupone la existencia de grupos estables, con referencias compartidas y marcos normativos relativamente constantes.

Pierre Nora, por su parte, introdujo el concepto de "lugares de memoria" (lieux de mémoire) para referirse a aquellos sitios, objetos, fechas o símbolos que cristalizan el pasado en el presente (Nora, 2008). En su visión, estos lugares emergen como respuesta al “vaciamiento” de la memoria viva, es decir, al paso de una sociedad de transmisión oral y directa a una sociedad que necesita congelar el recuerdo para no perderlo. Sin embargo, su planteamiento está anclado en la experiencia francesa y en el duelo de la nación moderna, lo cual lo hace difícil de aplicar en contextos donde la memoria no ha sido institucionalizada ni legitimada por el Estado.

Jan Assmann amplía la perspectiva al distinguir entre memoria comunicativa y memoria cultural. La primera se refiere a los recuerdos transmitidos por testigos directos —limitados en el tiempo y el alcance—, mientras que la segunda alude a estructuras simbólicas más duraderas, como los textos fundacionales, los mitos, los monumentos o las liturgias (Assmann, 2011). En este modelo, el paso de una memoria viva a una memoria cultural requiere un trabajo de formalización y codificación que, nuevamente, presupone instituciones culturales, acceso al archivo y continuidad simbólica.

Aunque estas teorías han sido ampliamente utilizadas en el estudio de procesos de memoria en América Latina, su aplicación muchas veces reproduce un marco eurocéntrico que presupone condiciones que no están dadas en contextos de exclusión, informalidad y fragmentación institucional. En sociedades como la peruana, donde la mayoría de víctimas de la violencia estatal o armada no han sido plenamente reconocidas, no existen ni los marcos sociales estables, ni los lugares de memoria oficiales, ni las condiciones simbólicas necesarias para la codificación cultural del recuerdo.

Estas limitaciones, sin embargo, no descalifican del todo los aportes de Halbwachs, Nora y Assmann. Lo que proponen sigue siendo valioso, pero exige una relectura crítica y situada, que reconozca que las condiciones materiales y simbólicas del recuerdo son radicalmente diferentes en contextos de pobreza estructural, violencia persistente y racismo sistémico, como es el caso del Perú.

b. Supuestos estructurales en estos enfoques

Las teorías europeas de la memoria cultural, aunque sofisticadas y conceptualmente influyentes, están construidas sobre una serie de supuestos estructurales que, al ser trasladados acríticamente a otros contextos, limitan su capacidad explicativa. Estos supuestos no suelen ser explícitos, pero están implícitos en las categorías analíticas que emplean y en los escenarios sociales que describen. En el caso del Perú —y de muchas otras sociedades latinoamericanas atravesadas por la exclusión estructural—, estos supuestos resultan problemáticos y deben ser revisados.

• Presencia de Estados fuertes y legitimados

Gran parte de estas teorías asumen la existencia de Estados nacionales consolidados, con capacidad para organizar políticas públicas de memoria, sostener museos, archivar documentos y definir narrativas oficiales. Incluso cuando critican esas narrativas (como Nora frente al “archivo nacional francés”), parten de una realidad donde el Estado tiene presencia simbólica y material en la vida ciudadana. En cambio, en el Perú, amplios sectores han sido históricamente excluidos de esa ciudadanía moderna: los pueblos indígenas, los habitantes rurales, los migrantes internos y los pobres urbanos no han sido reconocidos plenamente por el aparato estatal. La memoria, en consecuencia, no pasa por el Estado, ni busca ser archivada por él, sino que se construye en resistencia a su indiferencia o violencia.

• Infraestructura cultural y educación letrada

Estas teorías también suponen una infraestructura cultural sólida: redes de escuelas, universidades, archivos, publicaciones, medios de comunicación y espacios de conmemoración que permiten la circulación y reproducción de la memoria cultural. Asumen, además, una ciudadanía letrada, capaz de articular narrativas históricas de modo abstracto o institucionalizado. En cambio, en contextos de pobreza estructural como el peruano, gran parte de la memoria se transmite oralmente, corporalmente o a través de símbolos populares, muchas veces en lenguas originarias, con escasa formalización o reconocimiento externo. La oralidad, la afectividad y la ritualidad son sus vehículos principales, no los libros, archivos o monumentos oficiales.

• Separación entre memoria individual y colectiva

Otro supuesto central es la distinción entre memoria individual (subjetiva, efímera) y memoria colectiva (estructurada, estable). Halbwachs mismo insiste en esta diferenciación, y Assmann la sistematiza aún más. No obstante, en muchas comunidades excluidas, esta frontera se vuelve porosa o irrelevante. El dolor individual está profundamente entrelazado con la historia comunal; el testimonio no se separa de la experiencia vivida colectivamente; la memoria no se archiva, se encarna. Esto plantea la necesidad de pensar la memoria no como un bien abstracto, sino como una vivencia encarnada en los cuerpos, los territorios y los afectos.

• El recuerdo como elaboración simbólica

Finalmente, las teorías europeas entienden la memoria como una forma de elaboración simbólica del pasado, una narración que permite construir sentido, cerrar heridas o proyectar identidades. En cambio, en contextos de precariedad extrema y violencia impune —como ocurre en muchas regiones del Perú— el recuerdo no siempre es reparador ni simbólico: puede ser doloroso, riesgoso o simplemente imposible de expresar. Recordar puede ser revivir el trauma, quedar expuesto, o enfrentar nuevas formas de exclusión. En ese sentido, el silencio no es olvido: es una forma de resistencia, de protección o de duelo inacabado.

Estos supuestos estructurales, heredados de contextos muy distintos al peruano, evidencian la urgencia de repensar críticamente las categorías de análisis cuando se trabaja con memorias en contextos de pobreza estructural. Es necesario construir un enfoque que no niegue el valor de estas teorías, pero que las desplace, las modifique y las relocalice en función de la experiencia concreta de quienes han sido históricamente negados como sujetos de memoria.

III. EL CASO PERUANO: LA POBREZA ESTRUCTURAL COMO MARCO DE LA MEMORIA

a. Rasgos de la pobreza estructural en el Perú

Para comprender los límites de las teorías europeas de la memoria en el contexto peruano, es necesario partir de una caracterización precisa de lo que implica vivir en una sociedad marcada por la pobreza estructural. A diferencia de la pobreza coyuntural o de la exclusión episódica, la pobreza estructural implica una condición histórica, persistente y multidimensional de negación de derechos, en la que amplios sectores de la población han sido sistemáticamente excluidos del acceso a bienes materiales, servicios públicos, ciudadanía plena y reconocimiento simbólico.

En el Perú, esta situación tiene raíces coloniales profundas, que han sido reproducidas durante la República a través de modelos económicos extractivistas, políticas clientelares, racismo estructural y una centralización del poder en las élites costeñas. La desigualdad territorial, étnica y lingüística no es solo económica: es también epistémica, institucional y cultural. Como señala Aníbal Quijano (2000), la colonialidad del poder no solo organiza las relaciones de producción, sino también las formas de saber y de representar la realidad.

Uno de los rasgos más significativos de esta pobreza estructural es la informalidad generalizada. Según datos del INEI, más del 70% de la población económicamente activa trabaja en condiciones de informalidad. Esto se traduce en una relación ambigua con el Estado: muchas personas no lo consideran un garante de derechos, sino una entidad lejana, punitiva o simplemente irrelevante. Esta percepción debilita los vínculos cívicos y fractura la experiencia de lo público, afectando también las posibilidades de producir memorias compartidas con reconocimiento institucional.

Otro componente clave es la fragmentación territorial y simbólica. Las distancias no son solo geográficas, sino también culturales: las memorias de Ayacucho, Huancavelica o Puno no son necesariamente escuchadas ni comprendidas en Lima, y los lenguajes de la memoria quechua, asháninka o aimara no encuentran eco en los dispositivos culturales oficiales. Así, la nación peruana está escindida en múltiples relatos del pasado, algunos de los cuales han sido silenciados, distorsionados o absorbidos por narrativas hegemónicas.

A esta realidad se suma el legado del conflicto armado interno (1980–2000), que produjo una profunda herida en el tejido social, especialmente en las regiones más pobres y andinas del país. Las víctimas —en su mayoría campesinos indígenas quechuahablantes— no solo sufrieron violencia física, sino también desposesión simbólica: sus testimonios han sido cuestionados, minimizados o instrumentalizados, y sus formas de duelo y conmemoración rara vez han sido validadas por el Estado o los medios de comunicación.

En este contexto, la memoria no puede ser entendida como un acto puramente cultural o institucional. Es, ante todo, una práctica de sobrevivencia, de resistencia y de afirmación identitaria. No surge de una política pública ni de una voluntad nacional de recordar, sino de la necesidad de dar sentido al dolor, de reconstruir el lazo comunitario y de disputar el derecho a ser recordado.

b. ¿Dónde vive la memoria social en estos contextos?

En los contextos de pobreza estructural del Perú —especialmente en las regiones afectadas por la violencia política, el racismo sistemático y la exclusión estatal— la memoria no habita los archivos ni los museos. Vive, más bien, en los cuerpos, en la palabra oral, en los gestos cotidianos y en los rituales comunitarios. No es una memoria fijada ni oficializada, sino móvil, encarnada y afectiva, muchas veces precaria, a veces clandestina, pero profundamente resistente.

A diferencia del modelo europeo, que privilegia los monumentos, los documentos y los "lugares de memoria" reconocidos por el Estado, en las comunidades rurales, indígenas y periurbanas del Perú los procesos de recordación se activan a través de formas no institucionalizadas de transmisión simbólica. Una misa comunitaria en quechua, una canción huayno que menciona la muerte de un hijo, una ceremonia agrícola que invoca a los ausentes, o incluso el silencio tenso al pasar por un antiguo cuartel militar, son formas de memoria social. El recuerdo se hace acto, no archivo.

Estas formas de memoria no se orientan necesariamente a construir una narrativa lineal o consensuada del pasado. Por el contrario, suelen ser fragmentadas, contradictorias y plurales. Cada familia, comunidad o grupo recuerda a su manera, y esa memoria es muchas veces más emocional que cronológica, más íntima que pública, más ritual que discursiva. Como sostiene Elizabeth Jelin (2002), la memoria social es también un campo de disputa, donde distintas versiones del pasado compiten por reconocimiento, legitimidad y espacio.

En contextos marcados por la pobreza, recordar puede ser peligroso. Muchas veces, el testimonio está cargado de miedo: miedo al estigma, a la revictimización, a que el Estado —o los vecinos— asocien a las víctimas con el "terrorismo" o con la "culpabilidad". Por eso, el silencio no siempre es olvido. Es, en muchos casos, una forma de defensa, de autocuidado o de duelo no reconocido. La memoria se guarda, pero no se dice. Se canta, pero no se denuncia. Se vive en comunidad, pero no se presenta ante el Estado.

La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) intentó visibilizar parte de estas memorias subalternas, pero sus alcances fueron limitados: el discurso oficial no logró penetrar del todo en las formas locales de significación del pasado. En muchos pueblos, la memoria de la violencia no fue integrada a una "política nacional de memoria", sino que continuó viva en prácticas comunales autónomas, que articulan dolor, resistencia y resignificación espiritual.

Así, la memoria en contextos de pobreza estructural no busca necesariamente ser reconocida por el Estado, sino que persiste como ejercicio autónomo de dignidad. Vive en el acto de recordar al desaparecido en la fiesta patronal; en la peregrinación al cerro donde ocurrió una masacre; en la negativa a hablar como forma de conservar lo que no puede ser dicho. Estas prácticas desafían el concepto de memoria cultural como archivo o herencia simbólica, proponiendo en su lugar una memoria vivida, relacional, situada y vulnerable, que exige ser pensada con categorías propias.

IV. CRÍTICA A LA APLICABILIDAD DE LAS TEORÍAS EUROPEAS

Las teorías europeas de la memoria cultural han sido fundamentales para consolidar un campo de estudio robusto y diverso. Sin embargo, cuando se aplican sin mediación crítica a contextos como el peruano —atravesado por la pobreza estructural, el racismo sistémico y una débil institucionalidad estatal— estas teorías revelan sus límites analíticos, éticos y epistemológicos. En esta sección, se exponen tres críticas centrales que muestran por qué estas categorías no logran captar la especificidad de las memorias populares y subalternas en el Perú.

a. Inadecuación de categorías como “lugar de memoria” o “archivo cultural”

El concepto de “lugar de memoria” desarrollado por Pierre Nora parte de la idea de que, en sociedades modernas, la memoria se desplaza desde la oralidad y la transmisión familiar hacia espacios institucionalizados: archivos, museos, monumentos, fechas patrias. Sin embargo, esta noción es difícilmente aplicable a una sociedad donde el Estado ha sido históricamente excluyente, y donde las memorias populares nunca han sido parte del relato oficial.

En el Perú, no hay un “lugar de memoria” nacional que conmemore dignamente a las víctimas quechuahablantes del conflicto armado interno. Muchos de los sitios significativos para las comunidades afectadas —una quebrada donde ocurrió una matanza, un cuartel abandonado, una tumba sin nombre— no han sido reconocidos ni intervenidos por el Estado. Estos lugares, al carecer de formalización institucional, quedan fuera del campo analítico que Nora propone, pese a su relevancia simbólica para quienes los recuerdan. A ello se suma que muchas memorias no se conservan en archivos públicos, sino en los relatos orales, en los cuerpos marcados por la violencia, o en las prácticas rituales que resisten el olvido.

b. Invisibilización del sujeto subalterno

Las teorías europeas presuponen, incluso cuando lo problematizan, la existencia de un sujeto político-cultural capaz de ser portador de memoria: un ciudadano con voz pública, con acceso a los medios simbólicos de representación, con posibilidad de interpelar al Estado. Pero en el Perú, la mayoría de quienes portan las memorias más dolorosas son subalternos en el sentido más radical del término: campesinos e indígenas sin acceso a los canales institucionales, sin dominio del español, sin reconocimiento pleno como sujetos de derechos.

Como advierte Gayatri Spivak (2010), el subalterno no solo no tiene voz: cuando habla, no es escuchado en su propia lengua ni desde sus propios códigos. En este sentido, las teorías clásicas de la memoria colectiva tienden a privilegiar las formas discursivas autorizadas (testimonios, documentos, representaciones artísticas) y dejan fuera modos de recordar que no se expresan en clave académica, histórica o política, sino en registros afectivos, espirituales o incluso silenciosos.

c. Función social distinta del recuerdo

En las sociedades europeas, la memoria se ha planteado frecuentemente como una herramienta de reconciliación, elaboración del duelo o pedagogía moral: recordar para no repetir, para integrar el pasado al relato nacional, para sanar colectivamente. Pero en el Perú, la memoria no siempre tiene ese sentido. En muchos casos, recordar es volver a abrir una herida que nunca cicatrizó, porque el Estado nunca pidió perdón, porque los responsables no fueron juzgados, porque la comunidad no fue reparada.

Así, la memoria no es reconciliación: es demanda pendiente, dolor arrastrado, necesidad de justicia. En estos contextos, el recuerdo no busca clausura ni consenso, sino restitución y reconocimiento. Además, como ya se ha dicho, no siempre es posible o deseable recordar: el silencio, la omisión o el olvido selectivo pueden ser formas de supervivencia, no de negación. Las teorías que asumen que toda memoria busca visibilidad, formalización y redención pierden de vista que, para muchas víctimas, el recuerdo no es una elección sino una carga, y su expresión, un riesgo.

Estas críticas no niegan el valor heurístico de las teorías de Halbwachs, Nora o Assmann. Pero muestran que, para ser relevantes en América Latina —y especialmente en el Perú—, deben ser desplazadas, deconstruidas y reescritas desde la experiencia concreta de quienes han vivido la exclusión, la violencia y el despojo simbólico. Solo así podremos construir una teoría de la memoria social que no hable sobre los subalternos, sino desde sus prácticas, afectos y lenguajes.

V. HACIA UNA TEORÍA ANDINA O LATINOAMERICANA DE LA MEMORIA SOCIAL

La crítica a los enfoques europeos no implica renunciar al estudio sistemático de la memoria, sino abrir el campo hacia nuevas perspectivas situadas, sensibles a las condiciones materiales, culturales y políticas de los pueblos que han sido históricamente marginados del relato nacional. En este sentido, América Latina —y en particular el mundo andino— ofrece no solo nuevos objetos de estudio, sino también otros modos de pensar la memoria, no como representación del pasado, sino como práctica viva, corporal, relacional y muchas veces silenciosa.

a. Recuperar la memoria como práctica situada y popular

A diferencia del paradigma archivístico y letrado, las memorias populares se construyen en el día a día de las relaciones sociales, en los gestos, los relatos transmitidos oralmente, los cuerpos marcados por la pérdida o el sufrimiento, y en los espacios colectivos de conmemoración no oficial. En el Perú, estas prácticas están profundamente ligadas a la territorialidad y la comunidad, dos dimensiones fundamentales de la cosmovisión andina.

Como señalan Catherine Walsh (2012) y Silvia Rivera Cusicanqui (2010), el pensamiento decolonial y las epistemologías indígenas permiten entender que recordar no es solo rememorar, sino también tejer comunidad, resistir el olvido impuesto y reclamar el derecho a existir desde otra lógica del tiempo y del dolor. La memoria, en este marco, no se guarda: se vive, se canta, se camina, se siembra y se llora colectivamente.

b. Incorporar formas no hegemónicas de transmisión

Una teoría latinoamericana de la memoria debe reconocer la legitimidad de formas no occidentales de transmitir el pasado, como el canto, la danza, el ritual agrícola o la ofrenda ancestral. En muchas comunidades andinas, la memoria se reencarna en las fiestas patronales, en las peregrinaciones religiosas, en las fechas que marcan los calendarios agrícolas o espirituales, y no necesariamente en fechas patrias o días oficiales. Estas formas de rememoración tienen una carga afectiva, comunal y espiritual, y no siempre buscan la visibilidad pública ni el reconocimiento del Estado.

Estas prácticas también desafían la linealidad temporal del paradigma moderno: pasado y presente se entretejen, conviven, dialogan, en una lógica que no responde a la cronología histórica sino a una vivencia cíclica y relacional del tiempo. Recordar es entonces hacer presente al ausente, convocar la continuidad de los ancestros, rehacer la comunidad frente a la fractura.

c. Repensar el archivo y la visibilidad

Un desafío fundamental es repensar qué se considera “archivo” y qué cuenta como “memoria”. En el mundo letrado, el archivo es el lugar autorizado del saber. Pero en las comunidades rurales y populares del Perú, el cuerpo es archivo, la tierra es archivo, la memoria oral es archivo. Lo que no está escrito no está necesariamente perdido: puede estar guardado en una canción, en una mirada, en una práctica comunal. Reconocer esto exige ampliar radicalmente nuestras categorías analíticas, y descentralizar la autoridad epistémica sobre lo que vale como conocimiento del pasado.

d. De la memoria como representación a la memoria como disputa

Finalmente, una teoría andina o latinoamericana de la memoria debe concebirla no como un repertorio del pasado, sino como un campo de lucha política y simbólica por el reconocimiento. Recordar no es solo un acto cultural: es una forma de reclamar justicia, de restituir el valor de vidas consideradas desechables, de disputar el relato nacional desde los márgenes. Por eso, estas memorias no buscan integrarse armoniosamente a la historia oficial, sino interpelarla, incomodarla y, muchas veces, desbordarla.

Así, pensar una teoría latinoamericana de la memoria social implica decolonizar el recuerdo, desjerarquizar las formas de saber, y permitir que hablen aquellos cuya palabra ha sido sistemáticamente negada. En el caso peruano, este giro es más que una opción académica: es una condición para construir una memoria verdaderamente democrática y plural, que no imponga olvido ni encierre el recuerdo en mármol, sino que lo mantenga vivo en la comunidad que resiste, recuerda y reexiste.

VI. CONCLUSIONES

El estudio de la memoria social en el Perú exige una revisión crítica de los marcos teóricos dominantes, particularmente aquellos heredados de las ciencias sociales europeas. Aunque los aportes de Halbwachs, Nora o Assmann han sido fundamentales para conceptualizar la memoria como fenómeno colectivo y cultural, sus categorías teóricas responden a contextos profundamente distintos al peruano: sociedades postindustriales, con Estados estables, infraestructuras culturales consolidadas y una ciudadanía integrada al proyecto nacional.

En contraste, el Perú es una sociedad atravesada por pobreza estructural, racismo institucionalizado, violencia histórica no elaborada y una débil presencia estatal en amplios sectores del territorio. En este contexto, las memorias sociales no se construyen en archivos oficiales ni se articulan en narrativas canónicas: se transmiten en la oralidad, en los rituales, en los silencios, en los cuerpos heridos y en las resistencias cotidianas. No son memorias ordenadas ni fácilmente codificables: son memorias fragmentadas, afectivas, situadas y, en muchos casos, negadas.

Las teorías de la memoria cultural, al partir de supuestos estructurales que no se verifican en América Latina —como la distinción clara entre lo individual y lo colectivo, o la existencia de una infraestructura simbólica común—, resultan insuficientes para comprender las memorias de los sectores subalternizados. Más aún, pueden invisibilizar aquello que no encaja en sus marcos de análisis: lo no dicho, lo no escrito, lo no monumentalizado.

Frente a esto, se propone avanzar hacia una teoría latinoamericana y andina de la memoria social, que reconozca la validez de formas de recordar no institucionalizadas, que legitime el testimonio oral y el saber ritual, y que entienda la memoria como una práctica política de disputa por el reconocimiento. Recordar, en estos contextos, no es solo narrar el pasado: es reclamar justicia, restituir dignidad y rehacer comunidad.

Así, la memoria deja de ser un archivo del pasado para convertirse en una herramienta de lucha viva en el presente. Una memoria que no se limita a construir historia, sino que reconstruye sujetos, cuerpos y territorios. Una memoria que no busca ser celebrada por el Estado, sino ser reconocida por los pueblos que, a pesar de la negación, siguen recordando para existir.

BIBLIOGRAFÍA

Assmann, J. (2011). Memoria cultural y culto a los antepasados: escritos sobre religiones y memoria colectiva. Buenos Aires: Katz Editores.

CVR - Comisión de la Verdad y Reconciliación. (2003). Informe final. Lima: CVR.

Halbwachs, M. (2004). La memoria colectiva (2.ª ed.). Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. (Original publicado en 1950).

INEI - Instituto Nacional de Estadística e Informática. (2023). Informe técnico: Condiciones de empleo e informalidad laboral en el Perú. Lima: INEI.

Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI Editores.

Nora, P. (2008). Los lugares de la memoria. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En Lander, E. (Ed.), La colonialidad del saber: Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas (pp. 201–246). Buenos Aires: CLACSO.

Rivera Cusicanqui, S. (2010). Ch’ixinakax utxiwa: Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Buenos Aires: Tinta Limón.

Spivak, G. C. (2010). ¿Puede hablar el subalterno? (L. Solís, Trad.). Buenos Aires: El Cuenco de Plata.

Walsh, C. (2012). Interculturalidad crítica y pedagogía decolonial: Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: Ediciones del Signo.


Escrito por

Damiler Díaz Terán

Padre. Antropólogo. Hincha del Deportivo Municipal. Amante de leer todo sobre historia...


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