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Memoria colectiva y derechos humanos: entre el dolor, el recuerdo y la disputa por la justicia en el Perú y Chile

Publicado: hace 10 horas


Este ensayo nace de una experiencia personal. En el año 2023, tuve la oportunidad de estar en Chile durante la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Presencié actos públicos, visitas a sitios de memoria, homenajes a las víctimas y, sobre todo, un debate nacional abierto y transversal sobre el significado histórico y político de aquel suceso. En ese contexto, lo que más me impactó no fue solo la magnitud de los eventos, sino el consenso que, con matices, había logrado la sociedad chilena sobre los hechos: hubo una dictadura, hubo crímenes de Estado, hubo responsabilidad civil y empresarial y esa historia debía ser contada.

Esa vivencia me obligó a mirar hacia al país y preguntarme por qué nosotros no hemos logrado construir una narrativa compartida sobre nuestro propio periodo de horror: el conflicto armado interno entre 1980 y 2000, que dejó más de 69 mil víctimas, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR, 2003). Por qué, a más de dos décadas del fin del conflicto, no hay consenso ni siquiera sobre lo ocurrido. Por qué recordar, en el Perú, sigue siendo un acto que genera sospecha, miedo y, en muchos casos, rechazo.

El contraste entre Chile y Perú en la construcción social de la memoria colectiva es el punto de partida de este ensayo, que busca analizar comparativamente las condiciones que han facilitado o dificultado los procesos de verdad, reparación y justicia en ambos países. Lejos de buscar una idealización de uno sobre el otro, lo que aquí se plantea es una reflexión crítica sobre cómo las sociedades deciden (o evitan) recordar.

En Chile, el avance en materia de memoria no fue espontáneo ni exclusivo de las élites políticas. Fue el resultado de una presión sostenida por parte de una sociedad civil articulada, organizada y valiente. Las agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos, los movimientos feministas, los colectivos estudiantiles y culturales y una ciudadanía que no aceptó el pacto del silencio impuesto por la dictadura, empujaron al Estado y a los partidos políticos a enfrentar su historia. Esta presión forzó incluso a sectores de la derecha a aceptar su rol en el golpe de Estado y su apoyo a la dictadura. Muchos de ellos, presionados por la evidencia y el juicio moral de la ciudadanía, reconocieron públicamente que lo vivido entre 1973 y 1990 fue una dictadura y que se cometieron crímenes de lesa humanidad.

Este reconocimiento, aunque limitado, fue fundamental para generar condiciones mínimas de consenso. Gracias a ello, Chile desarrolló políticas públicas sostenidas: museos de la memoria, sitios de conciencia, indemnizaciones, inclusión curricular del pasado reciente y medidas simbólicas que permitieron, con dificultades, institucionalizar el recuerdo. La memoria fue asumida como un componente de la democracia, no como una amenaza. Un debate que ganó la opinión pública.

El caso peruano, en cambio, muestra un panorama más desolador. Si bien se logró un importante trabajo de documentación con el informe de la CVR en 2003, lo que siguió fue un progresivo retroceso. Una sociedad civil fragmentada y debilitada, sin capacidad de incidir en el posicionamiento público ni en las políticas de memoria, dejó el campo libre para que avanzaran discursos negacionistas. A diferencia de Chile, en Perú no fue el Estado el que lideró el olvido, sino una combinación de factores sociales, políticos y mediáticos que alimentaron el descrédito de las víctimas y de quienes buscaban justicia.

En los últimos años, ha ido ganando terreno el discurso del terruqueo junto con el de señalar como caviar a todo actor que quiera abordar dicho tema, como un mecanismo de estigmatización política que vincula cualquier demanda de justicia, derechos humanos o reconocimiento de las víctimas con el terrorismo. Esta narrativa ha sido promovida por medios de comunicación masivos, que dieron espacio a periodistas y políticos abiertamente hostiles a los derechos humanos e incluso a exfuncionarios implicados en crímenes del pasado. La legitimidad del informe de la CVR fue erosionada sistemáticamente por estos actores, al punto que hoy, una parte importante de la opinión pública desconfía en recordar, lo considera peligrosa y un factor de desunión.

A ello se suma la total ausencia de responsabilidad asumida por parte del sector empresarial. A diferencia de algunos empresarios chilenos que han reconocido, aunque sea parcialmente, su rol en el sostenimiento del régimen de Pinochet, en el Perú los grandes grupos económicos han permanecido en silencio o han respaldado abiertamente políticas negacionistas. Figuras como Dionisio Romero, que auspiciaban en su discurso la reelección autoritaria de Alberto Fujimori, nunca han rendido cuentas ni han participado de un debate autocrítico. Esta omisión ha contribuido a reforzar la impunidad narrativa y política.

El sistema judicial, por su parte, ha estado marcado por niveles alarmantes de corrupción y por una clara resistencia a sancionar los crímenes de Estado. La llamada "justicia de transición" en el Perú fue más una excepción que una regla. A pesar de algunas sentencias ejemplares, el mensaje dominante ha sido el de la impunidad.

Como sostiene Elizabeth Jelin (2002), las memorias colectivas son procesos de disputa, no de armonía. Exigen trabajo constante, voluntad política, institucionalidad democrática y presión social. En Perú, esos factores han estado ausentes o debilitados. La memoria ha quedado confinada a iniciativas marginales: comunidades que conmemoran a sus muertos, artistas que recogen testimonios, académicos que escriben desde los márgenes. No hay una política de Estado sostenida que reconozca el sufrimiento vivido ni que lo integre a una narrativa nacional. La legitimidad del informe de la CVR no fue negada únicamente desde los hechos, sino desde el temor: en amplios sectores sociales, la memoria comenzó a percibirse como una amenaza, como un factor que divide, que ahonda el dolor, que reabre heridas que muchos preferirían enterrar. No es tanto que se rechacen los hallazgos, sino que se teme lo que implican: aceptar responsabilidades, desmontar mitos fundacionales y cuestionar privilegios arraigados.

La memoria, como planteó Halbwachs (2004), es siempre una construcción social; como advirtió Pierre Nora (2008), aparece allí donde la continuidad del recuerdo está en riesgo. En el Perú, ese riesgo se ha vuelto realidad: el recuerdo está cercado por el olvido y este olvido ha sido institucionalizado, no solo por omisión, sino por acción directa de sectores con poder.

Desde perspectivas descolonizadoras como las de Silvia Rivera Cusicanqui (2010) y Catherine Walsh (2012), recordar en América Latina no es un acto académico ni un ejercicio nostálgico: es una forma de resistir a las lógicas del silenciamiento, del racismo, del desprecio a los cuerpos subalternizados. En el Perú, el racismo estructural ha operado como un freno para la empatía nacional: los muertos eran indígenas, campesinos, hablaban quechua. Por eso no conmueven. Por eso no cuentan.

La justicia transicional, como advierten Skaar, García-Godos y Collins (2016), no se reduce únicamente a la acción de tribunales o a la elaboración de informes. Es, ante todo, un proceso pedagógico que busca construir ciudadanía, fortalecer la institucionalidad democrática y democratizar la memoria. En Chile, con todas sus limitaciones, se avanzó parcialmente en esa dirección. En el Perú, en cambio, ese camino sigue inconcluso. Y frente al resurgimiento de discursos autoritarios en el presente, todo indica que la memoria continuará perdiendo terreno frente al olvido.

Recordar, entonces, no es solo un acto ético. Es una decisión política. Es definir qué país queremos ser. El estudio comparado entre Perú y Chile permite ver que la memoria no depende solo del pasado, sino del presente: de la fuerza de la sociedad civil, del compromiso de las élites, de la capacidad de los medios de comunicación para informar con responsabilidad y de un sistema de justicia capaz de actuar con independencia. Mientras todo eso falte, el Perú seguirá atrapado en una espiral de olvido, impunidad y repetición.


Escrito por

Damiler Díaz Terán

Padre. Antropólogo. Hincha del Deportivo Municipal. Amante de leer todo sobre historia...


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