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¿“Vía electoral” o “vía insurreccional”?: el diálogo Allende–Castro como espejo de las estrategias revolucionarias de la izquierda en América Latina (1971)

Publicado: hace 5 horas

El diálogo televisivo entre Salvador Allende y Fidel Castro, moderado por Augusto Olivares durante la visita oficial del líder cubano a Chile en 1971, condensa con nitidez el gran debate estratégico de la izquierda latinoamericana de comienzos de los setenta: ¿es posible transitar al socialismo por la vía electoral-institucional —la “vía chilena”— o la lucha armada es condición ineludible -la vía promovida por Cuba?

A partir de esta entrevista, el artículo reconstruye los núcleos argumentales de ambos líderes: la defensa de Allende del pluralismo, la legalidad y el papel protagónico de la clase obrera en un Estado con instituciones estables; y la lectura de Castro sobre la guerrilla como “motor pequeño” que enciende a las masas, el antiimperialismo y la centralidad del pueblo en armas.

Se examinan los obstáculos, la disputa mediática, el papel de las Fuerzas Armadas y la proyección continental de ambos procesos. Este diálogo revela las convergencias (antiimperialismo, centralidad obrera) y las divergencias estratégicas (institucionalidad vs. insurrección), proponiendo leer aquel intercambio como un momento bisagra de la imaginación política latinoamericana.

CONTEXTO

Para la década de 1970, América Latina atravesaba un tiempo de efervecencia social. La victoria electoral de Salvador Allende en Chile, en 1970, abrió un nuevo horizonte para la izquierda del continente: la posibilidad de alcanzar el socialismo por la vía democrática, con el voto y no con las armas. Aquella apuesta —bautizada con ironía y afecto por el propio Allende— fue conocida como “la vía pacífica al socialismo, con sabor a empanada y vino tinto”, una fórmula que condensaba la voluntad chilena de cambiar la historia sin renunciar a la democracia.

En un continente marcado por dictaduras, guerrillas y represión, aquel experimento parecía un milagro político. Pero para los intereses de los Estados Unidos representó una amenaza mayor que la Revolución Cubana. Si Cuba había desafiado al imperio por la fuerza, Chile lo hacía por la legitimidad. La existencia de un socialismo con elecciones libres podía poner en crisis todo el relato de la Guerra Fría: mostraba que la transformación profunda era posible sin disparar un solo tiro.

En ese contexto, la izquierda latinoamericana se dividía en dos rutas estratégicas, reflejo de sus tensiones internas y de los distintos modos de construir los procesos sociales que lideraba. Uno, el de la vía armada, defendido por Fidel Castro y respaldado por los movimientos guerrilleros que florecían desde México hasta el Cono Sur. Otro, el de la vía electoral, representado por la experiencia chilena, donde Allende buscaba transformar el Estado sin destruirlo. Ambos caminos coexistían, pero también se miraban con desconfianza.

LOS HECHOS

Durante la visita oficial de Castro a Chile en 1971 —que duró casi un mes— las tensiones entre ambas visiones se hicieron evidentes. Salvador Allende, cada vez más incómodo con la efusiva presencia del comandante, sintió cómo crecía la resistencia a su visita entre sectores políticos y militares. Fidel, por su parte, observaba con recelo la fragilidad del proceso chileno y, años después, tras el golpe de 1973, llegó a insinuar que los hechos le habían dado la razón: sin armas, el socialismo estaba condenado a sucumbir.

El diálogo que sostuvieron Allende y Castro frente al periodista Augusto Olivares -"el perro Olivares"-, en una entrevista televisada, fue mucho más que una conversación entre dos jefes de Estado. Fue un duelo de estrategias, un encuentro entre dos formas de entender la historia. Allende hablaba con la serenidad de un médico que confía en los procesos largos, en la pedagogía de la conciencia y en el poder de las instituciones. Reivindicaba la tradición republicana de Chile, la profesionalidad de sus Fuerzas Armadas y la madurez de una clase obrera que había aprendido a organizarse y a disputar espacios de poder. Su apuesta era clara: “Haremos la revolución en pluralismo, democracia y libertad”, dijo, convencido de que el cambio podía nacer dentro de la legalidad burguesa.

Fidel, en cambio, representaba la urgencia del combatiente. Con su estilo apasionado, recordó que la Revolución Cubana había comenzado con un “motor pequeño” —la guerrilla— que logró encender “el gran motor de la historia: las masas”. La suya era una revolución nacida de la guerra, de campesinos y obreros que se convirtieron en soldados y en gobierno al mismo tiempo. En su relato, el pueblo armado era la garantía de la libertad y el imperialismo norteamericano, el enemigo perpetuo.

El intercambio entre ambos fue respetuoso, pero tenso en su trasfondo. Allende defendía la legalidad y el pluralismo, aun a costa de avanzar lentamente; Fidel advertía que los poderosos nunca entregarían sus privilegios sin violencia. Y mientras el presidente chileno confiaba en la neutralidad institucional de las Fuerzas Armadas, el comandante cubano veía en ellas el talón de Aquiles de todo proceso revolucionario dentro del capitalismo.

La conversación abordó temas que siguen resonando en el presente: el papel de los medios de comunicación, la manipulación del miedo, el peso de las oligarquías, la intromisión de Estados Unidos, la organización obrera, la lealtad de los militares y, sobre todo, el derecho de los pueblos a decidir su destino. Allende denunciaba el “libertinaje de la prensa” chilena, capaz de deformar cualquier gesto del gobierno popular. Fidel asentía: sabía bien que las guerras modernas se ganaban también en los periódicos.

Pero el momento más intenso llegó cuando Allende habló del riesgo de un golpe de Estado. Con voz firme, declaró que el proceso chileno era irreversible, que el pueblo había tomado conciencia de su poder y que él cumpliría “implacablemente” su mandato. Si los enemigos del pueblo querían detenerlo —advirtió—, tendrían que acribillarlo. A su lado, Castro lo miró en silencio y respondió con admiración: “Donde los dirigentes están dispuestos a morir, el pueblo está dispuesto a morir también”. Una frase cargada de presagio.

Dos años más tarde, el golpe de Estado y las bombas sobre La Moneda -sede del gobierno chileno- convertirían aquellas palabras en profecía. Allende murió defendiendo su proyecto y el mundo entero vio cumplida su promesa. Desde entonces, la izquierda latinoamericana no volvió a ser la misma: el socialismo por la vía democrática quedó herido y la vía armada perdió su halo de esperanza.

A MODO DE CONCLUSIÓN

A más de medio siglo de aquel diálogo, el registro audiovisual conserva un valor que va más allá de la política. Es un documento humano, donde se revela la estatura moral y la fragilidad de ambos hombres frente al destino. Allende, con su serenidad trágica; Castro, con su energía épica; y Olivares, el periodista que también moriría en La Moneda, intentando sostener una transmisión entre el fuego y la historia.

Escuchar hoy aquella conversación es asomarse a un instante en que América Latina creyó que podía reinventarse. Es también recordar que, detrás de los discursos, había un continente que buscaba su lugar en el mundo: un continente que, como dijo Allende, “tenía en su vientre una criatura llamada revolución”.

Porque, en medio de tantas derrotas, sigo creyendo en Salvador Allende: en su fe obstinada en la democracia, en su certeza de que la justicia podía alcanzarse sin fusiles, solo con el coraje del pueblo y la dignidad de la palabra cumplida.


Escrito por

Damiler Díaz Terán

Padre. Antropólogo. Hincha del Deportivo Municipal. Amante de leer todo sobre historia...


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